A fin de capturar o liquidar al dictador panameño Manuel Antonio Noriega, Estados Unidos arrojó, a finales de 1989, 500 bombas sobre su residencia. Inútilmente: el blanco de semejante bombardeo se había refugiado en el domicilio de su amante. Pero consciente de que no tardarían en localizarlo, el muy astuto presidente narcotraficante y blanqueador de dinero se puso a salvo en la sede del Vaticano en Panamá, para sorpresa del nuncio, monseñor José Sebastián Laboa.
Los bombardeos fueron reemplazados por sesiones intensivas de música rock, día y noche, a todo volumen. El dictador se rindió al tercer día.